¿Cómo he vivido el “teatro anatómico” del sistema sexo-género-sexualidad? de Uriel Martínez Pacheco

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Ésta es una pregunta dolorosamente compleja. En primer lugar, porque ser consciente de las intersecciones de opresión y privilegio, y del lugar en donde unx se encuentra nunca es fácil y, mucho menos, grato; sin embargo, trato de no asumir esto desde la conmiseración, sino desde la potencia de un cuerpo vulnerable, porque, como menciona reiteradamente Juan Carlos Monedero, “sin dolor político no se puede transformar la realidad social”.

Desde que puedo recordar, nunca performé del todo bien la identidad de hombre cis heterosexual. Nunca fui viril, varonil, masculino, rudo, tosco, o todos los clichés que se esperan de la (im)postura masculina. Al contrario, siempre me llevé mejor con las chicas, era delicadx, tímidx, retraídx, pudorosx.

Al llegar a la adolescencia me esforcé por encajar más dentro de los moldes de género cis-heteronormados, sin mucho éxito tampoco. Pero ya era lo suficientemente cis-masculino como para apaciguar el bullying, las burlas o señalamientos, que terminan también por inscribirse violentamente en el cuerpo como cicatrices simbólicas.

En los veintipico años que llevo “consciente” de ser unx sujetx generizadx, me he vivido como un hombre cis, transitando ligeramente entre eso y la “no-binariedad”, más como una postura política (lo reconozco) que como un pleno sentido del yo. Por momentos, aunque he tratado de abrazar la no-binariedad en los últimos años, mi cuerpo “cis” insiste en hablar y en reposicionarme de nuevo en un cuerpo de “hombre”. Supongo que eso demuestra, en parte, que uno no puede subvertir el género de forma tan voluntaria y deliberada, como apuntaba Butler (2002).

La racialidad también ha jugado un papel crucial en mi corposubjetivación (Pons Rabasa, 2016). Cuando era adolescente, recuerdo haber sentido mucha vergüenza por ser menos blancx que el resto de mis compañerxs. Estudié toda mi educación básica y media superior en colegios privados, en una ciudad al oriente del estado de Yucatán, en donde todavía existen fuertes y violentas dinámicas racistas de enclasamiento, densamente arraigadas en las relaciones sociales de producción (forestales, ganaderas, agrícolas, industriales, etc.) que sostienen parte de la economía estatal.

La mayoría de mis compañerxs, de familias de clase media y media alta, eran mucho más blancxs que yo. Es interesante notar, años después, las fuertes dinámicas de violencia simbólica a la que nos exponemos desde la infancia, sobre todo porque las prácticas racistas se encubren bajo el falso velo del nacionalismo y la ideología del mestizaje. Como diría un amigo mío, parafraseando una cita de Rebelión en la granja: “Todxs lxs mexicaxs somos iguales, pero hay mexicanxs más iguales que otrxs”

Sobre lo que actualmente se denomina orientación sexual, una parte de mí siempre fue consciente de que no sólo no performaba bien mi género asignado, sino que tampoco performaba bien la heterosexualidad. Creo que desde la infancia temprana me he sentido profundamente atraído y fascinado por el cuerpo masculino, por todo lo que social y culturalmente rodea al “hombre”. Sin embargo, no fue sino hasta los 19 años que asumí frontalmente esa sexualidad.

Si bien soy consciente de ser homosexual desde los 19 años, fue hasta los 23 o 24 años que me asumo plenamente marica, es decir, que me pienso y me enuncio desde la disidencia sexual, con un carácter político que al menos aspira a transgredir la heteronorma. Eso justo durante los años que me acerqué al feminismo y a la teoría queer que entendí que ser marica es fundamentalmente una postura política.

No ha sido un camino sencillo. Habitar la disidencia es también habitar las contradicciones, devenires y desplazamientos que ella implica. Empecé a tomar “consciencia” de que, aunque suponía que vivía “fuera” de la heterosexualidad, a la vez, seguía dentro de su régimen político (Wittig, 2006), reproduciendo sus esquemas, discursos e instituciones (la monogamia, la familia, el matrimonio, etc.). Y, además, seguía reproduciendo violencias de raza, género y clase.

Es quizá cuando recibí mi diagnóstico positivo a VIH, y que pude “devenir” un lugar inapropiado/inapropiable, que tomé una cierta consciencia de mi lugar de enunciación como un “cuerpo abyecto”, un “cuerpo que no importa”, como diría Butler. Fue en aquel momento cuando supe que mi medicamento antirretroviral, cuyo precio en el mercado es superior a los 15 mil pesos, y cuando fui sometido al (pre)juicio del discurso hegemónico de la “salud sexual”, que entendí y viví en carne propia a qué se refería Foucault con la idea de dispositivo, biopolítica y poder disciplinario. Es ahí cuando entendí que, si el Estado decidiera dejar de destinar presupuesto a la compra de medicamentos antirretrovirales, o si decidiera cerrar las instituciones médicas y biopolíticas que gestionan ahora parte de mi sexualidad, mi vida quedaría completamente expuesta y vulnerable. Era, en toda la extensión de la palabra, una vida precaria.

En definitiva, mi teatro anatómico no podría estar completo sin esta reflexión en torno al VIH y todos los cuerpos que su discurso médico ha hecho emerger (cuerpos diagnosticados, cuerpos con SIDA, cuerpos con VIH, cuerpos indetectables, cuerpos serodiscordantes…), junto con la problemática dicotomía entre “cuerpos sanos” y “cuerpos enfermos” que este discurso ayuda a materializar. Coincido con Butler (2006) cuando afirma que “en parte cada uno de nosotros se constituye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos” (p.46) y, esa vulnerabilidad es probablemente lo más difícil que he tenido que sobrellevar en este teatro (o más bien, circo) anatómico. Paradójicamente, es esto justamente lo que también me ha permitido habitar de formas más llevaderas y agradables mis demás contradicciones.

 

 

Trabajo realizado por Uriel Martínez Pacheco en el marco del certificado en línea «Modelos para Desarmar» bajo la licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual (CC BY-SA)

Bibliografía.

  • Butler, J. (2002). Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires, Paidós.
  • Butler, J. (2006). Vida precaria: El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires, Paidós.
  • Wittig, M. (2006). El pensamiento heterosexual y otros ensayos, España, Égales editorial.
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